Por Pedro Hernández Soto
Ilustración cortesía de Roberto Figueredo
Joseíto llegó con aquella masa de jóvenes que cambió la composición de clases en la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas. En aquel año 1961 era un guajirito serio, de poco hablar. Cuando fue ganando en confianza comenzó a aparecer tal cual era en realidad: conversador, sencillo, amistoso, simpático y muy despierto.
La procedencia humilde todos aquellos primeros becarios, la ayuda en la docencia de los más avanzados al resto, la participación en las tareas de la defensa y el trabajo voluntario, la autodisciplina imperante y el ejemplo diario brindado por varios combatientes de la clandestinidad, facilitaron establecer unas estrechas relaciones personales sin importar credos, colores de la piel, nivel de instrucción y demás cualidades que diferenciaban los seres en las sociedades hasta entonces conocidas.
El primer recuerdo que guardo de él fue cuando, dada su alta estatura, lo pusieron a practicar voleibol pero sus movimientos eran toscos y desordenados, y pronto abandonó ese deporte para solo practicarlo como diversión y ejercicio saludable. Se empeñó en la docencia, en ser cumplidor de todos los deberes. Y lo logró a plenitud y aún más, se destacó entre aquel mar de sobresalientes.
Pronto se hizo notar en otros dos aspectos: el primero llamar a sus compañeros por el genérico «combatiente» y el segundo ser un tremendo conquistador de féminas.
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