Cuento corto de Ilse Bulit
(10 de septiembre de 2016)
Le llegó el barullo en esa nube protectora que baja los niveles del sonido en los oídos ancianos. Abandonó su rincón favorito en el patio y a paso de bastón buscó a la hija. Estaba junto al marido en el rincón favorito de ellos, en la cocina. Ella, acongojada, preparaba un jugo natural, posible receptor del agua salada de las próximas lágrimas. Él, enfurecido, sentía el crepitante latir del corazón, en anuncio de una posible visita al cardiólogo. La llegada del “bisa”, así quedó bautizado por la popularidad de una telenovela brasileña de la temporada veraniega, les frenó la conversación. Los querían todos en la familia y lo respetaban; aunque en algunos nietos y todos los bisnietos, se sentía mirado como al Morro, aceptado en su papel histórico de representante de la ciudad, pero ya desvanecida su luz guiadora de navegantes, ante las tecnologías vigentes.
El pedido de un buchito de café, logró calmarles los ánimos. Por complacerlo, solo por él, decidieron darle trabajo a la cafetera china. Mientras esperaban la colada, saltó el último capítulo de los normales dramas familiares, causante del ruido desproporcionado en un hogar de gentes civilizadas.
El nieto del medio, o sea, su bisnieto, el de los nueve años, estaba encaprichado en un celular de verdad y lo reclamaba a gritos en pago de su paso triunfante al tercer grado con las mejores notas del aula. Y demostrando un admirable sentido de la justicia, preguntaba el por qué tenía un celular con lucecitas, el más irrespetuoso y mal estudiante de esa aula.