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Sin hacerme «El Santo» y Décimas a mi padre

19 Ene

Barbiblanco, Fulgueiras, presidente de la UPEC en Villa Clara, recibe el Premio "Roberto González Quesada, Por la obra de toda una vida”

Mi amigo José Antonio Fulgueiras se acoge al “derecho de réplica” y tuvo la deferencia de enviarme una sentida y especial respuesta, a tenor de lo publicado en El hijo del lechero de Macún. Por lo bien escrita de la contestación Café Mezclado, como excepción, tiene el honor de reproducir su crónica Sin hacerme «El Santo» y, a continuación, las Décimas a mi padre. Se las ofrezco, que las disfrute.

Sin hacerme «El Santo»

Vi al periodista entre las aguas que amordazaban al poblado de El Santo. Lo vi también encaramado en uno de los helicópteros de rescate. Mas, por mucho que traté de ver, tuve que conformarme con mirarme yo mismo con un cable telefónico en la mano y un operador berrinchoso que me gritaba constantemente: “Oye guajiro  e’ mierda, dame más alambre que si sigues así embelesado nos vamos ahogar nosotros aquí también.”

Yo era un simple operario C de Test Panel del Centro Telefónico de Sagua la Grande cuando me propusieron ir de ayudante de Armando Dorta para reparar las líneas que enlazaban a El Santo con la tierra firme del lado de acá de Encrucijada.

Llegamos al amanecer y solo se escuchaba el rugir de los helicópteros,  que como cigüeñas con aspas,  traían a los primeros niños evacuados, mientras el agua crecía y la lluvia se entonaba para hacerla crecer más.

Yo quería verme con una cámara y una grabadora en ristre, pero solo tenía en las manos un rollo de cable que iba desatando cuando Dorta me halaba hacia él y el carrete daba vueltas y yo detrás del carrete como un niño al que su papalote se le va a bolina.

Dorta me decía todo tipo de improperios, pero yo no los oía pues estaba absorto en aquel paisaje de agua y desolación encuadrado en un silencio mortuorio que solo rompía los motores de los helicópteros y los gritos del reparador a su ayudante.

Así estuvimos toda la mañana y parte de la tarde hasta que el agua comenzó a bajar y a enseñar las crucetas de los postes, mientras Dorta y yo sobre una chalana, remendábamos las líneas que sacaban el cuerpo fino del agua como hacen las jicoteas en busca del oxigeno salvador.

Regresamos al anochecer. Yo me acurrucaba en la parte trasera del carro de reparación sin poder soltar la imagen de aquella niña que emergía de las aguas en los brazos de un hombre de verde olivo con un rostro de ternura y orgullo que desde entonces no he visto nada igual.

Todo esto se lo conté a Dorta en el regreso, pero él no me prestó mucha atención, pues fue allí a restablecer la línea telefónica y lo logramos, aunque nos mojamos de pies a cabeza y su ayudante aguantó carajos desde la madrugada hasta el anochecer.

Al otro día abrí el Vanguardia y para mi sorpresa me encontré de sopetón con la imagen de la niña, ahora de papel y tinta, atrapada por el lente de Pepe el fotógrafo.

Fue entonces que recibí la llamada de Pedro Hernández, el director del periódico, pidiéndome una crónica sin él imaginar  que yo hacía minutos había regresado de El Santo.  Por suerte, ya la tenía escrita en el corazón, y solo tuve que sacarla hacia la cinta de un viejo teletipo.

Siempre pensé que eso me catapultó al periodismo, pero nunca se lo pregunté a Pedro, quien ahora sorpresivamente lo  devela con suma maestría en su crónica El hijo del lechero de Macún, y que hoy trato, a duras penas, responder.

Décimas a mi padre

De tu vida de lechero

recuerdo las angarillas

las noches, las pesadillas,

la vaca, el rejo, el ternero.

También evoco el sendero

angosto a la vaquería

cuando tu mano sombría

se aferraba en una ubre

en un ciclónico octubre

tras una ilusión baldía.

Tu pensamiento de pobre

no comprendió por entero

que aquella vaca, al lechero

daba la leche salobre.

El oro volviose cobre

demostrándote otra cosa:

Una ilusión milagrosa

y el ruido de las botijas

no tapaban las rendijas

que apagaban la chismosa.

Porque nunca se me olvida

cuando llegó junto al carro

pies descalzos con un jarro

greñas rubias, faz sentida.

Aquella niña afligida

cuando alguien leyó el letrero

del carro dijo: “Lechero

aunque ahí diga Santa Rosa

no hay virgen ni flor hermosa

para un niño pordiosero.”

Por eso cuando Fidel

vino a enrejar las miserias

las vacas por las arterias

dieron botijas de miel.

Y en el 26 aquel

con la aurora de un Moncada

la roja y negra alborada

vistió de olivo al lechero

y julio prendió un enero

luminoso en tu mirada.

 
 

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