Mi amigo José Antonio Fulgueiras se acoge al “derecho de réplica” y tuvo la deferencia de enviarme una sentida y especial respuesta, a tenor de lo publicado en El hijo del lechero de Macún. Por lo bien escrita de la contestación Café Mezclado, como excepción, tiene el honor de reproducir su crónica Sin hacerme «El Santo» y, a continuación, las Décimas a mi padre. Se las ofrezco, que las disfrute.
Sin hacerme «El Santo»
Vi al periodista entre las aguas que amordazaban al poblado de El Santo. Lo vi también encaramado en uno de los helicópteros de rescate. Mas, por mucho que traté de ver, tuve que conformarme con mirarme yo mismo con un cable telefónico en la mano y un operador berrinchoso que me gritaba constantemente: “Oye guajiro e’ mierda, dame más alambre que si sigues así embelesado nos vamos ahogar nosotros aquí también.”
Yo era un simple operario C de Test Panel del Centro Telefónico de Sagua la Grande cuando me propusieron ir de ayudante de Armando Dorta para reparar las líneas que enlazaban a El Santo con la tierra firme del lado de acá de Encrucijada.
Llegamos al amanecer y solo se escuchaba el rugir de los helicópteros, que como cigüeñas con aspas, traían a los primeros niños evacuados, mientras el agua crecía y la lluvia se entonaba para hacerla crecer más.
Yo quería verme con una cámara y una grabadora en ristre, pero solo tenía en las manos un rollo de cable que iba desatando cuando Dorta me halaba hacia él y el carrete daba vueltas y yo detrás del carrete como un niño al que su papalote se le va a bolina.
Dorta me decía todo tipo de improperios, pero yo no los oía pues estaba absorto en aquel paisaje de agua y desolación encuadrado en un silencio mortuorio que solo rompía los motores de los helicópteros y los gritos del reparador a su ayudante.
Así estuvimos toda la mañana y parte de la tarde hasta que el agua comenzó a bajar y a enseñar las crucetas de los postes, mientras Dorta y yo sobre una chalana, remendábamos las líneas que sacaban el cuerpo fino del agua como hacen las jicoteas en busca del oxigeno salvador.
Regresamos al anochecer. Yo me acurrucaba en la parte trasera del carro de reparación sin poder soltar la imagen de aquella niña que emergía de las aguas en los brazos de un hombre de verde olivo con un rostro de ternura y orgullo que desde entonces no he visto nada igual.
Todo esto se lo conté a Dorta en el regreso, pero él no me prestó mucha atención, pues fue allí a restablecer la línea telefónica y lo logramos, aunque nos mojamos de pies a cabeza y su ayudante aguantó carajos desde la madrugada hasta el anochecer.
Al otro día abrí el Vanguardia y para mi sorpresa me encontré de sopetón con la imagen de la niña, ahora de papel y tinta, atrapada por el lente de Pepe el fotógrafo.
Fue entonces que recibí la llamada de Pedro Hernández, el director del periódico, pidiéndome una crónica sin él imaginar que yo hacía minutos había regresado de El Santo. Por suerte, ya la tenía escrita en el corazón, y solo tuve que sacarla hacia la cinta de un viejo teletipo.
Siempre pensé que eso me catapultó al periodismo, pero nunca se lo pregunté a Pedro, quien ahora sorpresivamente lo devela con suma maestría en su crónica El hijo del lechero de Macún, y que hoy trato, a duras penas, responder.
Décimas a mi padre
De tu vida de lechero
recuerdo las angarillas
las noches, las pesadillas,
la vaca, el rejo, el ternero.
También evoco el sendero
angosto a la vaquería
cuando tu mano sombría
se aferraba en una ubre
en un ciclónico octubre
tras una ilusión baldía.
Tu pensamiento de pobre
no comprendió por entero
que aquella vaca, al lechero
daba la leche salobre.
El oro volviose cobre
demostrándote otra cosa:
Una ilusión milagrosa
y el ruido de las botijas
no tapaban las rendijas
que apagaban la chismosa.
Porque nunca se me olvida
cuando llegó junto al carro
pies descalzos con un jarro
greñas rubias, faz sentida.
Aquella niña afligida
cuando alguien leyó el letrero
del carro dijo: “Lechero
aunque ahí diga Santa Rosa
no hay virgen ni flor hermosa
para un niño pordiosero.”
Por eso cuando Fidel
vino a enrejar las miserias
las vacas por las arterias
dieron botijas de miel.
Y en el 26 aquel
con la aurora de un Moncada
la roja y negra alborada
vistió de olivo al lechero
y julio prendió un enero
luminoso en tu mirada.